miércoles, 31 de mayo de 2017

La distancia

y en la distancia muero día a día

Los años se le notaban en el gris de su pelo, en la frondosidad de su barba espesa como la niebla en medio del río. La tarde caía tibia, dibujando sombras largas sobre el asfalto. La mirada perdida en el horizonte vertical, donde el tapiz celeste del cielo le coloreaba los recuerdos.

Memorias de extensas madrugadas envueltas en charlas en las que desnudaban su alma. Reían, reían a carcajadas como niños en una guerra de cosquillas. Y eran las 3 y las 12, las 4 y la una, sin una gota de sueño. Ella sonreía en fotos, él anidaba versos Se extrañaban, se soñaban; como una pareja de enamorados al dejar de verse en el día, pero ellos no se habían visto nunca. La distancia era tanta que no se media en kilómetros, sino en horas de vuelo. Viajar era dejar atrás un mundo, una carrera y esos malditos miedos.

 ¿Miedo a ser feliz? ¿No sentirse, acaso, merecedor de tanto amor? ¿Temor a no ser lo que sueña el otro?

Deseaban ser la primera vez, pero el almanaque tachaba días, meses, años y los cuerpos fueron otros, como otros los amores, como fuertes otras desilusiones. Se contaban las lágrimas derramadas, aunque siempre se guardaron las que cayeron por no sentirse juntos.

La vida siguió por donde sigue la cultura; casamiento, hijos, una familia. Pero los dedos en el teclado, que tuvieron tiempos de dudas y silencios, siempre encontraron motivos para seguir ahí. Para no soltarse jamás. Los temores ahora son otros, con sabor a haber dejado que el agua lleve ya muchas mareas. Con la plata para el pasaje juntada moneda a moneda, que se gastan y se vuelven a juntar y a gastar otra vez; pero que no sacan ningún boleto.

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