Putrefacto como el Riachuelo
“…llegó la noche, llegó el champán,
llegó la hora de la verdad
y esa apuesta, al final, la ganó la muerte.”
La duda se había metido en su nariz; el aire de aquel Bar olía raro. El Clima era demasiado cálido para el invierno, un ambiente espeso de gritos, roces y juntas de mala muerte que coincidieron en el mismo lugar. Sentado en la mesa, con el diario de ayer en las manos, observó detenidamente lo que parecía un único instante.
Con la sangre bajando su temperatura y el sudor frío en la frente; tomó su sombrero, recogió el sobretodo del respaldo de la silla y salió. Sus pasos se perdieron por Del Valle Iberlucea, mientras un resplandor anaranjado se hacia radiante a sus espaldas.
Los primeros rayos del sol alargaban su sombra sobre los adoquines de Pedro de Mendoza, a orillas del Riachuelo, donde la rareza del olor solo tenía que ver con el agua. Atónito, entre sus pasos no podía creer aquello que había presenciado y todo por una mujer, la única del lugar, la que estaba con Juan.
Miguel entendió que ella lo miraba y en tierra de macho portuario, se le fue encima cuando ella buscaba el camino al baño. Como un rayo descargando su furia, Juan se abalanzó sobre él tirándolo al suelo. Lógicamente (o irracionalmente) la barra de Miguel no tardó en reaccionar y una patada quitó a Juan del lugar, así salieron los demás a responder. Una trompada, una silla voladora y el ruido de una botella que se parte. Carlos, el dueño del Bar gritaba en vano, entonces sacó el 38 y disparó hacia el techo. Pero la descarga del tambor no silenció las almas enardecidas. Los grupos se habían convertido en manadas de machos en celo que no llegaron ni a escuchar los tiros.
Miguel entendió que ella lo miraba y en tierra de macho portuario, se le fue encima cuando ella buscaba el camino al baño. Como un rayo descargando su furia, Juan se abalanzó sobre él tirándolo al suelo. Lógicamente (o irracionalmente) la barra de Miguel no tardó en reaccionar y una patada quitó a Juan del lugar, así salieron los demás a responder. Una trompada, una silla voladora y el ruido de una botella que se parte. Carlos, el dueño del Bar gritaba en vano, entonces sacó el 38 y disparó hacia el techo. Pero la descarga del tambor no silenció las almas enardecidas. Los grupos se habían convertido en manadas de machos en celo que no llegaron ni a escuchar los tiros.
Sin embargo llegó otro puñado de gente, aparentemente amigos de Carlos, gente del barrio, porque estaban a medio vestir. La escalada de violencia no conocía de límites y al percibir aquel olor a combustible, dejó atrás la escena.
Ahora, con sirenas de fondo, reflexiona sobre aquello a orillas de un río que también está muerto.
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