domingo, 24 de enero de 2010

Condena interior

El frío recorría la zona cuando volví a casa en un Renault antiguo, nunca supe de modelos de autos, incluso jamás debería haber intentado manejar. Sobre todo en esa noche oscura en la que sólo se escuchaba el ruido de las hojas como un murmullo entre el viento.
Era muy tarde, entré a casa con los pies descalzos para evitar los ruidos molestos de los pisos de madera, sin embargo no pude con el grito fatídico de las bisagras que tantas veces prometí aceitar -quizás hoy todo sería distinto si hubiese cumplido la desgastada promesa-. El chillido despertó a Mariana en plena madrugada, eran las tres y media, y mi aliento a alcohol indisimulable. Bajó las escaleras asustada por el ruido, pero al verme ir hacia la cocina un poco de costado, apuró el paso. Un metro, o tal vez dos, antes de llegar a mi lado se frenó y echó a llorar. La miré sin decir palabra, sin abrazarla y sin sentirla. En el patio el perro lloraba rascando la puerta, el mantel sobre la mesa tenía las puntas inmóviles, nunca supe si pasó un segundo o una hora, hasta que los zapatos se me escaparon de las manos y rebotaron fuerte contra el suelo. Mariana reaccionó y se abalanzó contra mi gritando e intentado golpes que contuve agarrándola de la muñecas; a lo mejor es un pensamiento rebuscado, pero creo que no debí haberla soltado hasta que se calme; no la retuve más allá de un rato y la empujé fastidioso hacia la puerta de atrás. El perro ladraba más fuerte y corría por el fondo. Intenté ir hasta el baño pero algo golpeó en mi nuca, al darme vuelta vi cerca de la silla uno de mis zapatos, levanté la mirada hasta la línea de la suya para insultarla, pero a un insulto le siguió otro y otro más. Las palabras más hirientes que jamás alguien debe pronunciarle a quien ama se soltaron de mi lengua, y le dije que había otra haciéndome feliz, que ella había conseguido alejarme con sus gritos y celos constantes, y en cambio Julieta, su mejor amiga, era la maquina sexual que ella nunca había sido. La guerra no tardó en llegar, el otro zapato rozó mi cabeza antes de tener que atajar una de las sillas de madera; lancé el florero con rosas marchitas contra la puerta, el agua dibujó una escena de desconcierto entre pétalos oscuros y espinas. Corrió. La seguí hasta la habitación, se calzaba un jeans por debajo de su camisón, llorando pasó por delante del espejo en donde frenó, se miró con tristeza pasando los dedos sobre el vidrio el cual golpeó con ira y gritando bien fuerte. El perro aullaba sentado sobre su cucha, la sangre fluyó como un río desde las venas abiertas de la joven Mariana que cayó tendida en el suelo. Sin reacción inmediata me acerqué, pálida como la seda que la vestía se había despedido de todos sus dolores, y la abracé sin llanto, mientras las ropas se nos teñían de rojo.

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